[100 años de TBO] Josep Coll: entre el andamio y el ‘TBO’


Si pensásemos en tres iconos que definieron a la histórica revista TBO , que esta semana celebra el centenario de su nacimiento, coincidiríamos en estos: Los inventos del TBO, La familia Ulises y Josep Coll. Es decir, dos series y un autor. ¿Cuántos casos hay de autores, con nombre y apellidos, que son más conocidos que su propia obra? Este albañil y dibujante fue uno de los mejores historietistas de TBO, pero no le fue fácil vivir de ello. Sin series ni personajes fijos, la única baza de Josep Coll fue su fino sentido del humor.


A un autor se le suele recordar por la obra a la que le ha dedicado más tiempo de su vida. Por eso es normal que haya casos en los que uno y otro parecen sinónimos, como pasa con Star Wars y George Lucas o con Arthur Conan Doyle y Sherlock Holmes. Lo que no es nada común es el caso de Josep Coll i Coll (1923-1984), uno de los mejores dibujantes de la revista TBO, que jamás quedó asociado a una serie o a un personaje. En su lugar, su modo de percibir la vida (el de un «observador perplejo») y de reflejarla sobre el papel fueron lo que le volvieron inolvidable.

Para Coll, dibujar en TBO había sido un sueño hecho realidad. Su infancia, como la de tantos niños durante la posguerra, no se puede describir como sencilla. Empezó a trabajar como picapedrero y albañil con doce años para ayudar a su familia, que lo había perdido todo en la Guerra civil. Sus bienes habían sido requisados y su padre, de ideología fascista, había tenido que abandonar a su familia. En este ambiente, las páginas de TBO y El aventurero eran refugios en los que esperaba poder ver sus dibujos publicados algún día.


Al terminar el servicio militar varias pequeñas revistas compraron sus primeras historietas hasta que, ya con seguridad en sí mismo, se atrevió a dar el gran salto. En 1949 TBO le incluyó entre sus colaboradores. Las primeras páginas que el editor de la revista, Joaquim Buigas, le había aceptado, las había dibujado apoyándose sobre una tabla en las rodillas y con el culo sobre una montaña de gravilla. Poco a poco, mejorando como autodidacta página a página, Coll fue ganándose un lugar privilegiado en la revista hasta que pudo dedicarse en exclusiva al cómic.

De vuelta a la paleta


Josep Coll era un gran amigo y admirador de uno de sus compañeros de revista, el dibujante Marino Benejam (1890-1975), creador de La familia Ulises en 1944. Coll le imitaba demasiado, tanto que desde la editorial recibió un aviso para que desarrollase un estilo que le diferenciase. Su estrategia fue el contraste: si Benejam dibujaba señores regordetes y bajitos, él decidió centrarse en personajes espigados que protagonizaban chistes de una tira o una sola página. Sus personajes anónimos, prototipos de usar y tirar (náufragos, ladrones, conductores…), aparecían envueltos en situaciones desconcertantes y prácticamente mudas. El gag se potenciaba con el uso de escenarios fijos en los que el movimiento y la expresividad acaparaban toda la atención del lector. Por cierto, sus páginas solían estar protagonizadas casi en exclusiva por hombres: por lo que él decía, le molestaba que la censura siempre encontrase cualquier pega en la forma de dibujar mujeres en los cómics.


El boom de la construcción en España en los años sesenta le hizo replantearse su carrera. Mientras que la calidad de vida de sus compañeros albañiles mejoraba, él veía que seguía en las mismas condiciones que cuando entró en el negocio. Probó suerte buscando un hueco en otras editoriales y en el extranjero, pero sus muestras fueron rechazadas. Por tanto, Coll no tuvo más remedio que abandonar el cómic como medio para ganarse la vida. En 1964 volvió, sin ningún prejuicio de clase, al andamio.

Una segunda época



El trabajo de Coll había contado siempre con el reconocimiento de los lectores, pero en los ochenta también empezó a fijarse en él la crítica. Cuando el editor Joan Navarro creó la revista de historietas Cairo (1981-1991), especializada en un dibujo de «línea clara», se dio cuenta de que era necesario recordar que uno de los referentes nacionales de ese estilo era este dibujante catalán. Con esta reivindicación, Coll empezó a atraer el interés del público especializado que le dedicó entrevistas, recopilatorios… En 1982 recibió el honor de que sus páginas fuesen expuestas durante el Saló del Còmic de Barcelona. Dos años después, la organización del Saló le otorgaba el Premio Nacional de la Historieta.


El nuevo reconocimiento a este dibujante se potenció asegurando que significaba el regreso de Josep Coll a las viñetas. La frase era más publicitaria que otra cosa: era verdad que, tras la despedida de Coll, sus páginas seguían apareciendo en TBO sólo como reediciones (por las que no se le pagaba y en las que se modificaban algunos dibujos), pero se suele olvidar que durante los setenta la revista volvió a incluir nuevas historietas suyas ya que era uno de los dibujantes mejor valorados por los lectores y por la editorial. Entre estas nuevas páginas se incluyó una rareza, Un paseo con Katerino, con guion sin firmar de Carlos Bech. Con sus cuatro páginas de extensión, es la historieta más larga que Coll dibujó en toda su carrera.


En julio de 1984 Josep Coll fue encontrado muerto en su casa. Se había quitado la vida debido una depresión, pero más allá de eso se desconocen los motivos por los que decidió suicidarse. En palabras de su hermano Juan: «Esta no era su popularidad, pues no le permitía alimentar a su familia». Tal vez, en justicia, ningún homenaje que se le haga podrá estar a la altura de lo que merecía.

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