El ‘300’ histórico


Tierra y agua

Sobre el envío de emisarios a Atenas y Esparta para pedir tierra y agua en señal de sumisión, Herodoto explica en su séptimo libro de Historias que realmente Jerjes no envió a ninguno y que lo del pozo fue en otra situación diferente:

«Y por cierto, que Jerjes no despachó heraldos a Atenas y Esparta para exigir la tierra por la siguiente razón: años atrás, cuando Darío envió a sus heraldos con idéntica misión, los atenienses arrojaron a quienes les formularon dicha exigencia al báratro [un pozo que había en una antigua cantera, situada al oeste de la acrópolis, en donde se arrojaba a ciertos condenados a muerte], y los espartanos a un pozo, instándoles a que sacasen de allí la tierra y el agua y se la llevasen al rey».1



Los exploradores

En el cómic de Miller, los espartanos (o espartiatas) dan un duro recibimiento a los espías persas. Sin embargo, parece ser que los griegos fueron más bien permisivos poco antes de que empezara la guerra:

«Mientras los griegos discutían […], Jerjes envió a un jinete en misión de espionaje, para que se cerciorara de cuántos eran y de qué era lo que estaban haciendo […]. Cuando el jinete llegó a las inmediaciones del campamento […], el jinete vio que una parte de los soldados estaba realizando ejercicios atléticos, mientras que los demás se peinaban la cabellera. […] Tras haberse fijado detenidamente en todo tipo de detalles, regresó con absoluta tranquilidad, pues nadie lo persiguió y se benefició de la despreocupación general, por lo que, a su vuelta, le contó a Jerjes todo lo que había visto».1

El emperador se tomaría a risa esta información, hasta que uno de los generales persas le explicaría porqué se peinaban los espartanos:

«Entre ellos rige la siguiente norma: siempre que van a poner en peligro su vida es cuando se arreglan la cabeza».1


Lucharemos a la sombra

La leyenda pone en boca de Diéneces (o Diénekes) la frase «lucharemos a la sombra», en una situación muy diferente a la que describe Frank Miller, que le atribuye la frase a un desconocido Stelios. Según parece, sería la lacónica réplica que recibiría un traquinio (un aliado griego) en vez de a un embajador persa:

«Pese a que tal fue el comportamiento de los lacedemonios y tespios, se asegura, sin embargo, que el guerrero más destacado fue el espartiata Diéneces. Según cuentan, ese sujeto pronunció, antes de que los griegos trabaran combate con los medos, la siguiente frase: le oyó decir a un traquinio que, cuando los bárbaros disparaban sus arcos, tapaban el sol debido a la cantidad de sus flechas (tan elevado era su número): pero él, sin inmutarse ni conceder la menor importancia al enorme potencial de los medos, contestó diciendo que la noticia que les daba el amigo traquinio era francamente buena, teniendo en cuenta que si los medos tapaban el sol, combatirían con el enemigo a la sombra, y no a pleno sol. Esta frase y otras del mismo tenor son, según cuentan, las muestras que el lacedemonio Diéneces ha dejado de su personalidad».1

Los Inmortales

¿Frank Miller intenta ser verosímili a la hora describir las armaduras y vestimentas de los soldados que lucharon en la batalla de las Termópilas? El caso más exagerado es la versión que da en sus páginas de los Inmortales, peor aún si comparamos con la versión todavía más tergiversada de la adaptación al cine de Zack Snyder. Lo comparo con la novela Las puertas de fuego (1998):

«La siguiente oleada sería la Guardia Personal del Gran Rey, los Inmortales. Los griegos sabían que eran los hombres elegidos por Su Majestad, la flor y nata de Persia. Además, su número alcanzaba los diez mil, mientras que a los griegos les quedaban menos de tres mil aptos para pelear. Todos sabían que el nombre de los Inmortales derivaba de la costumbre de los persas de sustituir enseguida cada miembro de la guardia real que moría o se retiraba, de modo que mantenían el número siempre en diez mil. 
Este cuerpo de campeones apareció entonces a la vista en la garganta del desfiladero. No llevaban casco sino tiara, un blando gorro de fieltro con un casquete de metal que relucía como el oro. Estos semicascos no cubrían las orejas, el cuello o la mandíbula, sino que dejaban la cara y la garganta completamente al descubierto. Los guerreros llevaban pendientes; otros, el rostro pintado con polvos negros y colorete como las mujeres. No obstante, eran magníficos ejemplares, seleccionados al parecer no solo, como sabían bien los helenos, por su valor y nobleza de la familia, sino también por la altura y la apostura de la persona. Cada hombre era más atractivo que el compañero. Vestían túnicas de seda con mangas, de color púrpura ribeteadas de escarlata, protegidos por una cota de malla sin mangas en forma de escamas de pez, y pantalones sobre botas de piel de gamo que les llegaban hasta la pantorrilla. […] Sin embargo, lo más asombroso de todo era la cantidad de adornos de oro que cada Inmortal llevaba sobre su persona en forma de broches y brazaletes, amuletos y adornos».2

Efialtes

Frank Miller convierte al misterioso traquinio Efialtes en un espartano mostruoso que se venga del exigente culto a la perfección de su tierra natal. La versión de Miller es poco creíble sin necesidad de buscar referencias históricas, pero es interesante saber cómo murió este individuo:

«Se encontraba el monarca sin saber qué hacer ante aquel problema, cuando un natural de Mélide, Epialtes, hijo e Euridemo, se entrevistó con él y, en la creencia de que obtendría de Jerjes una importante recompensa, le indicó la existencia del sendero que, a través de la montaña, conduce a las Termópilas, con lo que causó la perdición de los griegos allí apostados.

Posteriormente, por temor a los lacedemonios, Epialtes huyó a Tesalia; pero, pese a haberse exiliado, los Pilagóros pusieron precio a su cabeza con ocasión de una reunión de Anfictiones en las Termópilas. Cierto tiempo después resulta que regresó a Anticira, donde fue asesinado por Aténadas, un natural de Traquis. Por cierto, que el tal Aténadas mató a Epialtes por otro motivo […], pero no por ello dejó de ser recompensado por los lacedemonios».1

Cenaremos en el infierno

Antes de la victoria final persa en la batalla de las Termópilas, Leónidas y sus hombres realizaron un asalto suicida al campamento de Jerjes esperando poder llevarse a muchos por delante. Esto último es olvidado en el tebeo, aunque no la frase de Leónidas para animar a sus tropas para que comiesen antes de luchar:

«A continuación, los persas que, guiados por el traquinio [Efialtes], habían efectuado el movimiento envolvente por unos lugares abruptos súbitamente cortaron la retirada de Leónidas y sus hombres; entonces, los griegos, que habían renunciado a su salvación y habían elegido la gloria, a una voz pidieron a su jefe que les condujera contra los enemigos antes de que los persas se dieran cuenta del éxito de la maniobra envolvente de sus hombres. Leónidas acogió satisfecho la buena disposición de sus hombres y les ordenó que prepararan rápidamente su desayuno, pensando que la comida la harían en el Hades; él mismo, de acuerdo con la orden nada, tomó el alimento, convencido de que así podría resistir mucho tiempo y soportar el esfuerzo del combate. Una vez que sin entretenerse hubieron recuperado sus fuerzas y que todos estuvieran prestos, ordenó a sus soldados que se lanzaran al asalto del campamento enemigo, que mataran a todos los que encontraran a su paso y que se dirigieran contra la tienda del rey».1

La gloria

Mientras que en el cómic Leónidas planea una retorcida estratagema para quitarle la vida a Jerjes en un ataque final cara a cara, la historia nos dice que fue quizás un poco menos épico.

«Cuando se hizo de día y se aclaró la situación, los persas, viendo que el número de los griegos era pequeño, los miraron con desprecio, pero no trabaron combate directamente puesto que tenían miedo de su valor, sino que los fueron rodeando por los flancos y por detrás y, lanzándoles flechas y jabalinas por todas partes, los mataron a todos. Así, pues, acabaron sus días los soldados de Leónidas que guardaron el paso de las Termópilas».1

Los espartanos que huyeron

En el cómic es Dilios, el narrador de historias, el que es enviado por Leónidas lejos de la última acometida para que así transmita por toda la Hélade la historia de la gloria espartana. Y así lo hace Dilios, animándoles en las batallas de Salamina y Platea.

Sin embargo, el que realmente dejó las Termópilas fue un espartano diferente, y el rechazo que sufrió se ajusta mejor a lo que conocemos de este pueblo por el cómic:

«Por cierto que, según cuentan, dos de los trescientos espartiatas, Éurito y Aristodemo, podían —si ambos se hubiesen puesto de común acuerdo— haberse salvado, volviendo juntos a Esparta (pues habían sido autorizados por Leónidas a abandonar el campamento y se hallaban en Alpeno aquejados de una grave dolencia ocular), o bien —si es que no querían regresar a su patria— haber muerto con sus camaradas. Esos dos sujetos, insisto, podían haber adoptado una u otra determinación, pero no acertaron a llegar a un acuerdo; es más, su decisión fue más bien distinta: mientras que Éurito, al enterarse de la maniobra envolvente de los persas, pidió sus armas, se las puso y ordenó a su hilota que lo llevase al campo de batalla (cuando lo hubo conducido hasta allí, su guía se dio a la fuga, pero él se lanzó a la refriega, perdiendo la vida), Aristodemo, por su parte, se acobardó y se quedó donde estaba.

Pues bien, si Aristodemo hubiese retornado a Esparta por haber padecido la enfermedad él solo, o si hubieran regresado los dos juntos, soy de la opinión de que los espartiatas no habrían manifestado indignación alguna hacia ellos. Pero el caso es que, como uno de ellos había muerto y el otro, pese a encontrarse en la misma situación, no había querido perder la vida, los espartiatas no tuvieron más remedio que irritarse mucho con Aristodemo».1

«Unos, en definitiva, pretenden que así —esgrimiendo dicho pretexto— fue como Aristodemo se salvó, regresando a Esparta. Otros, en cambio, aseguran que recibió el encargo de llevar un mensaje fuera del campamento y que tuvo la oportunidad de tomar parte en la batalla, pero no quiso hacerlo, sino que se entretuvo en el camino para conservar la vida, en tanto que su compañero de misión llegó a tiempo para la batalla y encontró la muerte.

A su regreso a Lacedemón, Aristodemo sufrió la deshonra y la humillación. Las muestras de discriminación que tuvo que soportar eran las siguientes: ningún espartiata le daba fuego ni le dirigía la palabra, y las muestras de desprecio consistían en que se le apodaba Aristodemo “el Temblón”. Sin embargo, en la batalla de Platea reparó por completo la falta que se le imputaba».1

Aquí, por la ley espartana, yacemos

En el lugar de la batalla existen varios monumentos recordando la batalla, en las que aparecen algunas inscripciones que fueron usadas por Miller en el cómic:

«Los griegos fueron sepultados en el mismo lugar en el que cayeron, al igual que quienes murieron antes de que se retiraran los que habían sido autorizados a ello por Leónidas, y sobre sus tumbas figura grabada una inscripción que reza así:
“Aquí lucharon cierto día, contra tres millones,
cuatro mil hombres venido del Peloponeso”.
Como digo, esta inscripción hace referencia a la totalidad de los caídos, mientras que a los espartiatas en particular se refiere esta otra:
"Caminante, informa a los lacedemonios que aquí yacemos por haber obedecido sus mandatos”».1

«En la actualidad hay dos monumentos conmemorativos en las Termópilas. En el moderno, llamado el monumento a Leónidas, en honor al rey espartano que allí cayó, está grabada su respuesta a la petición de Jerjes de que los espartanos depusieran las armas. La respuesta constó de tres palabras: “Ven a buscarlas”.

El segundo monumento, el antiguo, es una sencilla pieza sin adornos con unas palabras del poeta Simónides grabadas en ella. Sus versos constituyen quizá el más famoso de los epitafios guerreros:

“Ve a decirle a los espartanos,
extranjero que pasas por aquí,
que, obedientes a sus leyes,
aquí yacemos”».2

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1Séptimo libro de Historias (c. 430 a. C.), de Herodoto.

2Las puertas de fuego (1998), de Steven Pressfield.

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